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Ocho años después de Amanecer.


Primeros días de la primavera, Forks, Washington, EEUU.

- ¿Te has fijado en… en ellos?

- ¿Quiénes?

- Pues ellos… los de allá…

- ¿Esos chicos?

- Sí… pero ya no son exactamente unos 'chicos'… tienen mi edad.

Jessica Stanley miró inquieta a lo lejos, en donde aparentemente un par de jóvenes compartían risas en una mesa, con un libro grueso y viejo en medio de ellos. No se explicaba cómo parecían tener la misma edad que cuando todos se graduaron juntos.

No había intercambiado palabra con ellos desde que había vuelto de la universidad, pero tampoco lo deseaba. Le desagradaba verlos tan felices. Su amiga la miró incrédula, pero ella sólo se encogió de hombros y sacó un minúsculo espejo de su bolsillo en el cual se miró el contorno de sus ojos, buscando alguna arruguita que delatara la inexplicable juventud de aquel par. Lo comentaría con Mike en cuanto lo viera. Él no podría no haber notado nada raro en Bella, ya que seguramente continuaba mirándola embobado cada vez que se encontraban.

En las afueras del pueblo, dentro de los interminables bosques de árboles grandes y viejos que rodeaban el valle, un cervatillo corrió espantado al oír el tenue sonido de una ramita al quebrarse. Unos ojos rojos como la sangre lo persiguieron sin cansancio hasta que el animal cayó y dejó de moverse. El vampiro se limpió los labios con su manga sucia y rota y se puso de pie. Podía olerlos, sí, estaban más cerca de lo que había creído.

Comenzó a deslizarse ágilmente por entre las ramas húmedas y la tierra movediza con un objetivo único dentro del torbellino de pensamientos e ideas agobiantes en que se había convertido su mente hacía poco: encontrarlos. Podía sentirlos, podía oler su efluvio suave y casi camuflado con los aromas de un pueblo. Pero él podía distinguirlos. Él los encontraría muy pronto.



Segunda semana de invierno, La Push, condado de Clallam, Washington, EEUU.

El niño se retorció y gritó, consumido en fiebre tendido sobre el pobre camastro. Sam miraba con rabia e impotencia cómo sus huesos delgados amenazaban con traspasar su piel morena y brillante por el sudor. Era el cuarto en menos de tres semanas, incluso uno había muerto, un pequeño de once años que no fue capaz de resistir la salvaje transformación. Aquello era más de lo que el pueblo podía soportar. Era hora que los jefes se reunieran con urgencia y les permitieran a él y a Jacob Black entrar en acción. Aunque ya no estaba tan seguro de confiar en él para efectos del asunto.

Los chupasangres estaban demasiado cerca, provocando más desastres que de costumbre. Esta vez la batalla sería violenta, puesto no podían permitir que las transformaciones siguieran en los niños de aquella manera, o todos ellos corrían el riesgo de morir. No quería ese horrible futuro para su propio hijo. Y no lo sería.



Último día de invierno, Alberoni, Véneto, Italia

- ¿Cuántos? – preguntó el vampiro de ojos sangre mirando fijamente a su interlocutor, de extraños ojos violáceos.

- Nueve. Pero apenas hemos recorri…

- ¿Y a qué están esperando? – su calma era peligrosa – No te molestes en volver sin las noticias completas – gruñó antes de desaparecer.

El vampiro se quedó solo en la habitación desordenada y cubierta de polvo. A lo lejos, bajo el suelo desde un sótano oscuro e impenetrable se escuchaban los débiles golpes contra las paredes de unos puños fuertes pero que sin embargo no conseguían derribarlas. El vampiro alzó una ceja y también desapareció de allí. Debía continuar su trabajo de censar a cada híbrido que existiera en el mundo, y si llegaba a poseer características curiosas necesitaba examinarlo con más atención. Ya se ocuparía del que estaba en el sótano. Por ahora tenía más trabajo que hacer. Los Vulturis no perdonaban la demora.